En ocasiones sobrevaloramos la espontaneidad, o no la entendemos bien. En general se sitúa en un pedestal como una cualidad deseable de las personas, algo que apreciamos encontrar en el otro, que nos resulta atractivo. Pensamos en lo contrario de espontáneo y nos produce repelús: postizo, hipócrita, legalista, rígido, “con poca cintura”.
Otras veces la miramos con cierta desconfianza. Como si fuera el fruto de una personalidad aún no madura, porque nos imaginamos que un hombre hecho y derecho debe llevar siempre la mandíbula un poco apretada y el último botón de la camisa abrochado. Como si la espontaneidad fuera algo para una época, para un momento concreto: los tiernos años de la infancia y la locura de la adolescencia.
Ambas miradas sobre la espontaneidad confunden la espontaneidad verdadera con una especie de caricatura suya.
Espontaneidad no es soltar lo primero que se te ocurre en una conversación
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